Abogado A medialuz, una profunda conversación sobre el derecho a mirar las piernas ajenas sin que ello constituya delito....¿Acción libidinosa o libertad consagrada por la Constitución y el Código Penal?
He asumido la tarea doméstica de ser el vocero de la cena, anunciando que la comida está servida. Soy el primero en enterarme, debido a que muy temprano empiezo a merodear por la cocina en espera y agilización del suceso. Cumplo esta abnegada labor a gritos, no porque sea particularmente gritón, sino por dos razones. La primera de ellas es que generalmente mis almuerzos son monacales, por lo que a esa hora el hambre es irresistible y la contemplación de platos servidos, humeantes y aromáticos, me produce una ansiedad dolorosa que transforma el sonido de mis cuerdas vocales en aullidos de lobo famélico. La segunda razón, es que la tarea de congregar a la familia a comer no es fácil, y requiere de actos enérgicos.
Mis hijos, aun cuando heredaron el apetito pantagruélico del padre, generalmente lo calman con picoteos previos que adormecen el instinto, por lo que no se apremian y prefieren terminar el “chateo” en el computador, ver en la televisión el desenlace de los últimos quince minutos del partido de fútbol, o seguir conversando inmutables con sus pololas, mientras yo contemplo con desesperación que los platos se enfrían. Mi mujer, en cambio, no tiene mi mismo apetito, y para ella el acto de yantar es casi cumplir un deber con el cuerpo, que siempre difiere abocándose a ordenar la casa antes de sentarse a comer.
Pues bien, mi ineficaz poder de convocatoria termina siempre en un acto infalible: me dirijo al tablero eléctrico de la casa y corto la luz de los sectores en que se encuentran mi mujer y mis hijos, no dejándoles otra alternativa que acudir a alimentarse. Esta vez, sin embargo, la bajada del “switch” produjo un chispazo intimidante y un humo negro con olor a infierno empezó a emerger del tablero, mientras una oscuridad siniestra se apoderaba de toda la casa. Entonces intenté subir el “switch”, efectuando la maniobra desde lejos y con la ayuda de una escoba, influenciado por mi mujer que gritaba “va a estallar”, amenaza apocalíptica que profiere cada vez que un aparato se descompone, ya que tiene la creencia hegeliana de que todo instrumento lleva dentro de sí el germen de su propia destrucción, el que se manifiesta volando intempestivamente por los aires y llevándose consigo al pobre ser humano que está en ese minuto manipulándolo. Como los resultados fueron nulos, y en cada intento nuevas chispas y más humo salían del tablero, nos resignamos a la evidencia que un feroz cortocircuito nos había robado la energía eléctrica de la casa.
Luego de llamar a un electricista y aceptar con pacifismo ghandiano los retos de mi familia por haber provocado tamaña barbaridad, logré convencerlos que lo mejor que podíamos hacer era sentarnos a comer a la luz de las velas, produciéndose un ambiente especialmente cálido e íntimo, proclive a la conversación. Valga informar a ustedes que los comensales de esta particular comida -que se desarrolló en la cocina, en el comedor de diario donde comúnmente ingerimos el pan de cada día, pues el uso del comedor está reservado sólo para pomposas ocasiones- éramos todos de la noble profesión que tengo el honor de compartir con ustedes, a saber mi mujer (la Clarita), mis dos hijos mayores (el Rorro y Andrés), y mi tercer hijo (Tomás), al que considero también como casi del gremio por cursar ya quinto año de leyes.
Es decir, fue un diálogo entre colegas, y es por esa razón que me he tomado la libertad de compartirlo con ustedes, ya que difícilmente pudiera haberse desarrollado entre legos.
UNA FOTO.....¡FATAL! -Papá - rompió los fuegos el Rorro- vi en la “Revista del Abogado” que pusieron una foto tuya arriba de los artículos que escribes, en la que apareces más triste y fome que el Código Orgánico. No sé cómo pretendes hacer humor precedido de esa foto mortuoria.
- “Arriba de ti y encaramado, un abogado triste como tú nos mira”, remata mi mujer, parafraseando a Neruda.
-“Mutatis mutandi”, irrumpe Tomás, quién intenta asimilarse al grupo compensando el hecho de no haber terminado aún sus estudios por la vía de salpicar la conversación con citas en latín, la mayoría de las veces sin relación alguna con el tema de conversación.
-Además - prosigue Andrés- en tu último artículo te refieres en forma lasciva a las piernas de una secretaria, y no es la primera vez que haces comentarios de ese tipo. Te estás transformando en un viejo verde.
-He de confesar -se suma mi mujer dignamente- que tampoco me han parecido bien esas alusiones reiteradas a las piernas femeninas.
-“Do ut Des”, exclama Tomás en forma enigmática, con un sentido oculto que a todos se nos escapa.
- Entiendo que el cortocircuito haya agriado su carácter, que han de reconocer es un tanto ligero, aguzando su sentido crítico más allá de las proporciones - respondo-. En cuanto a la foto, sepan que me la sacaron al día siguiente de levantarme de una fuerte gripe, de manera que es el reflejo de mi estado de ánimo en ese momento. Pero no creo que entristezca el ánimo de los lectores, ya que a lo más refleja una condición similar a la de Garrick, la que, sabido es, no afectó a su humor.
-Creo que no sólo el humo del cortocircuito se te ha ido a la cabeza -replica el Rorro-. No se quién es Garrick, pero suena como alguien importante, por lo que compararte con él es un poco exagerado.
-“Vini, vidi vinci”, dice Tomás con una sonrisa, pero todos dejamos pasar su inexplicable comentario.
-En cuanto a lo de las piernas, sepan ustedes que siempre he sido un admirador de la belleza femenina, en especial de esas columnas torneadas que sostienen el templo mujeril, como son las piernas. No creo que su simple contemplación sea un acto libidinoso o reñido con la moral o las buenas costumbres, y más bien se asemeja al arrobamiento que produce admirar una obra de arte. Es así como los Diez Mandamientos no hacen ninguna alusión a las miradas, y tampoco existe ilegalidad o delito alguno relacionado con la vista.
-“Sursum corda”, dice ahora Tomás, y el Rorro enarca las cejas, molesto.
- No estoy de acuerdo -contrargumenta Andrés-. De partida uno de los mandamientos prohíbe desear a la mujer del prójimo.
-Lo que no es exactamente lo mismo que deleitarse castamente en la contemplación de la belleza femenina, satisfaciendo el anhelo de belleza que tiene todo ser humano, respondo, pero un leve sonrojo me delata que no estoy muy convencido de mi afirmación.
-¡Esa sí que no te la compro!, señala mi mujer con una expresión irónica.
-Además, no estoy muy seguro que la mirada no pueda constituir un acto ilegal o delictual -asevera el Rorro- pues se relaciona con el respecto a la vida privada. Y acto seguido va, vela en mano, a buscar la Constitución y el Código Penal para verificar su tesis. Al rato vuelve, y nos lee el Artículo 161 A del Código Penal, que al describir el delito contra el respeto y protección a la vida privada de las personas, usa los verbos captar, grabar, filmar o fotografiar imágenes o hechos de carácter privado, pero para su sorpresa y mi alivio, no incluye el acto de mirar.
-No puedo convencerme que el fisgoneo no esté sancionado, exclama desilusionado.
-Pero la Constitución establece dentro de las garantías el respeto a la vida privada y a la honra de la persona y su familia -interviene Andrés- por lo que el instalar, por ejemplo, una cámara en un probador femenino para mirar a las mujeres en cueros, es inconstitucional y además constitutivo del delito a que te referiste.
-Estás equivocado -sostengo convincentemente-. De partida, mirar no es lo mismo que instalar un artefacto que irrumpa en la intimidad de las personas. En ese caso sí que podríamos hablar de captar imágenes o no respetar la vida privada. Sin embargo, si al pasar frente al probador, a través de una abertura inadvertida de la cortina, contemplo una desnudez femenina, no hay acto ilegal o inconstitucional alguno. Más bien es un regalo del destino que hay que aceptar con resignación.
-“Sic transit gloria mundi”, recita Tomás, produciendo a estas alturas una creciente irritación con sus citas inoportunas.
MIRAR. UN ACTO PRIVADO Entretanto, mi mujer se ha apoderado del Código Penal, y tras una búsqueda afanosa, apunta con una sonrisa triunfal:
-Tu tesis se derrumba. Hay una falta que se describe como “aquel que públicamente ofendiere el pudor con acciones o dichos deshonestos”.
-No estoy de acuerdo -declaro-. De partida, ya he demostrado que el mirar no es algo deshonesto, y además, la mirada es un acto eminentemente privado.
-Dudoso, refunfuña el Rorro.
-Creo que he ganado esta discusión, y ahora me puedo dar el gusto de mirar, sin complejo ni culpa alguna las fabulosas piernas de la Marlene Dietrich en ese clásico del cine que es el “Ángel Azul”. Y también aquellas de su tocaya chilena de aceitunado apellido, que tampoco están nada de mal, y no bien termino la frase cuando sorpresivamente la luz vuelve, iluminando a raudales nuestro hogar, encandilándonos.
-“Post tenebras lux”, sentencia esta vez Tomás.
-Hasta cuando, Ulpiano de Fanta-silandia -reacciona el Rorro exasperado y ya colmada su paciencia, lanzándole con certera puntería una miga de pan al rostro-. Nos tienes hasta la coronilla con tu latín de utilería.
-“Quosque tandem”, responde Tomás, esta vez acertadamente, poniendo de esa forma fin al diálogo entre colegas, y mientras mi mujer se inclina para apagar las velas, le miro disimuladamente sus lindas piernas.