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Revista Nº 35
EDITORIAL
 
De Común Acuerdo
De acuerdo a una reciente publicación del Centro de Estudios de Justicia de las Américas, el año pasado había en el país cerca de 20 mil abogados, esto es, una tasa de 133 por cada cien mil habitantes, y existían 25.000 estudiantes de derecho, es decir, 163 estudiantes por el mismo número de habitantes.
Comparada esta última cifra con países de mayor población como Colombia (150 mil abogados), Argentina (128 mil), México (191mil )o Brasil (492 mil ), no cabe duda que la expansión de las escuelas de derecho y el caudal de abogados (1.464 el año 2004) hacen imprescindible robustecer nuestra profesión con un control disciplinario que permita corregir los actos impropios que nos han llevado a ser percibidos dentro de la escala social de profesiones, con una valoración de rufiancillos cada vez más perturbadora.
No hace falta ejercer la profesión como un gladiador beligerante que garantiza resultados ni como jornaleros comedidos, instalados en un puesto cómodo, pero que con toda clase de sutilezas, jamás se la juegan por nadie.
Y es que el desempeño de nuestra profesión en todos los estamentos donde ella se desenvuelve, está íntimamente vinculado a una disposición de ánimo que nos da fuerza en la mañana para resistir los embates del día y al regreso, en la noche, sea como vencedores o resignados perdedores, pero mediadores al fin entre el triunfo de la razón y la derrota de la venganza.
Como decía don Jaime Eyzaguirre, vivir y cultivar la hidalguía importa “más que una raigambre genealógica, una herencia de bien que hay que actualizar permanentemente con los hechos”.
No hacen falta modales atildados, manejar un Porsche, envolverse en trajes Armani o convertirse en un arribista pomposo, engolado y adulón, para vivir esa hidalguía.
Por paradojal que sea, la hidalguía de un abogado consiste lisa y llanamente en cumplir reciamente su palabra, respetar la puntualidad, favorecer los acuerdos, socorrer al débil y deplorar cualquier forma de beneficio egoísta.
Suspendamos el alegato de común acuerdo; concordemos una hora para comenzar la prueba; mándame la copia del escrito; prorroguemos el plazo del arbitraje; aprovechemos la conciliación en el juicio; devolvamos las llamadas; procuremos irnos juntos a la diligencia, tomemos el mismo taxi; no esquivemos los saludos; descartemos los adjetivos como argumentos y no escondamos nuestras convicciones en el combate o en la negociación, sin olvidar que quien defiende un cliente es un adversario temporal y nunca un ensañado enemigo.
Lo dicho, aunque debamos perder con dolor, ya que también es inherente y propio del verdadero señor, el saber perder sin taimarse.
Ahora que el inmortal Quijote cumple cuatrocientos años cabalgando, el pretexto de recordar la norma ética que profesamos (Art. 40) nos mueve a no olvidar que los abogados ejercemos casi siempre en una comarca que nos conoce perfectamente, sea en Santiago, Arica o Chile Chico.
¿ Quién en este país no es proclive en una reunión social al rito del pelambre y de la quema inquisitorial, que coloca en medio de los estacazos al abogado que lleva tal o cuál pleito o a la oficina que representa a tal o cuál cliente?
¡ Fulano -con lengua retorcida de áspid- estuviste sublime!
¿ Quién divulga el buen sentido, la innovación o el ingenio de otro colega si no es para intentar satirizar sus logros?
No demos pábulo para demostrar las falencias que terminan por decapitar nuestra dignidad y prestigio.
Con el gesto del pulgar hacia arriba, sigamos avanzando.
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Revista N° 83
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