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Revista Nº 23
TEMAS
 
Sobre el Quehacer del Abogado
Por Luis Ortiz Q.
Abogado
Consejero del Colegio de Abogados.

Tradicionalmente, ser abogado era título bastante para desempeñarse con suficiente respaldo en menesteres muy diversos: abogado de ejercicio libre, magistrado, funcionario de la Administración Pública, docente e investigador del Derecho, diplomático, periodista, político, notario, entre otros.

Como desde 1958, fecha en que obtuve mi título, no he hecho otra cosa que ejercer la abogacía libre paralelamente a la docencia de Derecho Penal, me limitaré en este breve escrito a formular algunas consideraciones en relación al abogado independiente que se desempeña a veces como asesor y el resto como litigante.

Un oficio de esta especie supone relaciones necesarias, en primer lugar con el cliente, en segundo, cuando se da el caso, con el abogado de la parte contraria y, finalmente, con el juez. Muchas veces la parte contraria no es un particular, sino un órgano de la autoridad que, usando o abusando de sus atribuciones, ha afectado un derecho del cliente. Cuando alguno de mis ex alumnos, que recién se asoma esperanzadamente al ejercicio de esta apasionante profesión, me ha preguntado ¿Qué hace un abogado?, no he vacilado en contestar: ESCUCHAR. La primera tarea del abogado es aprender a escuchar, dejando que el cliente se explaye con sus propias palabras, con sus vacilaciones y atropellos, con sus vueltas y revueltas para sólo interrumpirlo cuando, desviado de la historia que interesa, se ha perdido en elementos accidentales sin mayor relevancia. Una vez precisados los hechos, deberán hacerse las preguntas necesarias que permitan situar el suceso que se narra en la normativa que le puede ser aplicable. Saber escuchar significa no sólo oír, sino desplegar una actitud de amable comprensión que facilite al consultante a contar su problema, muchas veces dramático y llegar, así, lo más cerca posible de la verdad.

¿ Qué quiere Ud.?
Luego de esta labor orientadora y relativamente pasiva del abogado, el clima cambia de manera brusca cuando es menester preguntarle al cliente algo que resulta trascendental en toda la relación profesional futura que generará el caso entregado: ¿Qué quiere Ud.? ¿Qué querría Ud. lograr a través de mi intervención profesional? Esta pregunta es muy relevante, porque la respuesta en que el cliente precisa con mayor o menor claridad su propósito, permite calificar prácticamente lo que se pide y además determinar con toda exactitud lo que el cliente califica como resultado exitoso para sus intereses.

Después de escuchar hay que estudiar el caso con prolijidad, con la totalidad de los antecedentes que el cliente ha podido suministrar más aquellos de que pueda hacerse directamente el propio abogado, y por último, PENSAR. Tiene razón el gran procesalista uruguayo Eduardo Couture, cuando emite el segundo de sus mandamientos diciendo: "PIENSA, el derecho se aprende estudiando, PERO SE EJERCE PENSANDO".

El abogado, como se sabe, es libre para aceptar o rechazar el caso sin expresión de causa. Aceptado que sea, comenzará la labor de defensa de los intereses del nuevo cliente que se traducirá, según las circunstancias, en reuniones conciliadoras, en la presentación de demandas o querellas, o bien en escritos de defensa en relación a acciones deducidas en su contra, en el acopio de antecedentes probatorios y jurisprudenciales, en alegar su libertad provisional en la Corte, o bien, si su amenaza a la libertad personal es absolutamente injustificada, en fundamentar un recurso de amparo llegando hasta la Excma. Corte Suprema, si es preciso. ¿Qué hemos hecho hasta ahora? Abogar en favor de nuestro representado, oyéndolo y aconsejándolo en cuanto a sus derechos y obligaciones jurídicas, adoptando las medidas oportunas para proteger sus intereses, representarlo y asistirlo frente a la contraparte y ante los tribunales o autoridades administrativas o ante las autoridades de Policía durante el proceso de instrucción preparatoria. En una palabra, hemos ejercido el Derecho Constitucional de Defensa, en el cual necesariamente se ha llevado a cabo un trabajo de interrelación mancomunada con el propio cliente, con la parte contraria y con el juez y/o la autoridad administrativa, según el caso.

¿ Cómo podríamos caracterizar una tarea como la descrita?
En primer lugar, se trata de una labor eminentemente intelectual, consistente en informarse debidamente del problema del cliente, acopiar pruebas a fin de reconstituir la situación fáctica de la manera más completa posible, estudiar la ley aplicable y los aportes que la jurisprudencia y la doctrina nos puedan suministrar, para terminar postulando una forma de interpretación de las disposiciones legales que rigen el caso que, reflejando la verdadera voluntad de la ley, permitan sostener y reconocer la inocencia del inculpado o bien, las buenas razones que existen para obtener lo que pide. El trabajo del abogado de tribunales, en última instancia, se manifiesta en interpretar la ley y persuadir de modo eficiente al tribunal respectivo que el sentido y alcance y que el modo de comprender la disposición en juego, es la que se sostiene con los fundamentos del caso respectivos.
El proceso de interpretación

En el proceso de interpretación, como se sabe, don Andrés Bello, en los arts. 19 y ss. del Código Civil, estableció pautas orientadoras de gran sabiduría: el elemento literal, contenido en las palabras usadas por la ley y su significado; el elemento lógico, que se identifica con la intención o espíritu de la misma ley y que puede derivar de su texto o de la historia fidedigna de su establecimiento; el elemento sistemático, que obliga a darle un sentido a las expresiones de la ley que sean coherentes con aquellas que se le dan a otros pasajes de la misma ley u otras leyes vinculadas; y finalmente, el elemento ético social, que nos permite en caso de necesidad acudir a la equidad natural y a los principios generales del Derecho. Rara vez una disposición legal deja de admitir dos o más lecturas, siendo todas ellas, en principio, lícitas. La elección entre estas alternativas no constituye un hecho baladí y, a nuestro entender, deberá llevarse a cabo tomando en consideración los mejores resultados que arroje una u otra interpretación desde un punto de vista de justicia material. Elegir el significado de la norma más justa al caso implica atender, más que al simple texto literal del precepto, a los auténticos valores que encierra, al bien jurídico que se protege a través de esa norma, a la naturaleza del delito que se imputa, a la pena que la ley impone en el caso particular, a las características de su autor. Se trata de criterios que nuestros tribunales de a poco han ido aceptando y que están fuera propiamente de aquellos mencionados por don Andrés Bello, y que se manifiestan en principios como los de proporcionalidad, subsidiaridad, "non bis in idem", el de que nadie está obligado a hacer lo que es imposible, entre otros. Esta labor personalísima llevada a cabo por el abogado para hacer su aporte al juez con una visión novedosa constituye, quizás, la expresión de mayor jerarquía del quehacer intelectual del abogado.

Podemos señalar que una labor de esta especie tiene un tinte netamente individual. Al margen de la petición de consejo y/o cotejo de opiniones que pueda hacer el abogado con personas más sabias o de más experiencia, en definitiva el proceso de razonamiento hasta llegar a una convicción determinada, apoyada firmemente en valores éticos y jurídicos, es un trabajo exquisitamente personal que deberá llevar a cabo en el silencio de su oficina y en que, a modo de conclusión, el abogado llegue a sentir que lo que pide y clama es justo.

El carácter interpersonal
En tercer término, hay que subrayar el carácter interpersonal de la abogacía. En efecto, ésta no se justifica sino en el seno del grupo social, que es don de se desencadenan tensiones y conflictos entre distintos titulares de derechos. El abogado, a diferencia del historiador, por ejemplo, que sólo necesita su biblioteca para discurrir y escribir, necesita de personas vivas, de carne y hueso, que como protagonistas de hechos determinados pretendan producir o han producido consecuencias reguladas por la ley. Por tratarse de una actividad inmersa en la sociedad, un buen abogado no puede estar al margen de lo que suceda en ella. Sólo un abogado conocedor de la realidad de su tiempo está en condiciones, pragmáticamente, de dar un consejo adecuado a quien pregunta, por ejemplo, sobre la conveniencia o inconveniencia de iniciar una querella criminal de injurias en contra de un personaje importante, o bien, hacer uso del derecho de rectificación que la ley le otorga cuando ha sido injustamente aludido. Dada la característica esencial del Derecho, de ser un conjunto hermético de normas que conforman un ordenamiento lógico, sin huecos ni brechas, que regula todos los actos del hombre, distinguiendo entre aquellos que son legítimos o indiferentes para el Derecho de aquellos otros que pugnan con éste, el abogado es un profesional que tiene respuesta para todo. En efecto, desde el punto de vista jurídico no existe interrogante que no tenga una adecuada contestación de acuerdo a la lógica jurídica. El quehacer del filósofo, al revés, se manifiesta preguntándose por el destino del hombre, por el porqué de la vida y su sentido, todas preguntas sin respuestas que se encaran con mayor o menor profundidad según el talento de quien filosofa. Esta característica hace que el abogado tienda a afirmaciones lacónicas y categóricas, como señal de que lo que se expresa es la verdad única, pura y simple, actitud que, de no estar en guardia, vuelve al incipiente jurista, como bien lo decía Jorge Millas en sus inolvidables lecciones, en una persona arrogante, a diferencia del filósofo cuyo propio quehacer permanentemente dubitativo lo inclina más bien a la humildad.

En último término, debemos hacer presente que el abogado, a fuer de ser un depositario para ejercer la tutela de los derechos de sus clientes, un intérprete sabio de la ley que, más allá del equilibrio formal, busca la justicia, es, esencialmente, un auténtico defensor del Estado de Derecho en cuyo marco es únicamente posible ejercer el derecho de defensa de los justiciables. El derecho a la defensa constituye un pilar en la correcta administración de la justicia y es inseparable de la independencia e imparcialidad de los tribunales. A su vez, el derecho de defensa frente a la administración es sólo posible en un estado democrático en que haya separación de los poderes del Estado, mecanismos de responsabilidad para los gobernantes y leyes justas aplicables tanto a éstos como a los gobernados. Sólo un Estado con estas características permite la indispensable seguridad jurídica que es la base de toda sociedad sanamente organizada. Sólo en medio de ella es posible una labor eficiente del abogado. La lucha por la subsistencia de un modelo como éste, que asegura un quehacer libre y eficiente, constituye una de las bases fundamentales de nuestra tarea.
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Revista N° 83
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