Diario La Tercera
Miércoles, 16 de noviembre de 2011
Opinión
En momentos en que ha quedado en evidencia la profunda desigualdad de nuestra sociedad, el Senado ha avanzado en la aprobación de una ley contra la discriminación. La diferencia caprichosa o arbitraria es la manifestación más grosera de la desigualdad y, sin duda, una de las más violentas y odiosas. En un medio donde reinan segregaciones sociales, ideologías y creencias intolerantes, resulta chocante que sólo después de haber cumplido el Bicentenario se avance en el respeto efectivo de la igualdad, consagrada solemnemente como un derecho desde los albores de la República. Sin duda que en otro tiempo fueron las discriminaciones en razón de la religión y de la ideología política las que ameritaban una legislación de esta naturaleza, junto a las diferencias efectuadas por razones socioeconómicas, tan propias de una elite arribista y celosa de sus privilegios. Hoy son las minorías sexuales las que exigen con mayor fuerza esta legislación, discriminadas esencialmente -vaya paradoja- por credos religiosos e ideologías intolerantes. Antiguos discriminados convertidos en discriminadores. El odio hacia la diversidad sexual es antiguo en Chile. En 1939, la Libreta de Familia que entregaba el propio Estado a las parejas que contraían matrimonio civil les aconsejaba lo siguiente: "Si usted tiene desviaciones del instinto sexual no tenga hijos, porque ellos serán como usted, unos desgraciados". Afortunadamente, la tolerancia es mayor, aunque no completa, y existe un consenso creciente de que tales opciones son parte de la esfera privada de las personas y que no es lícito discriminarlas. No obstante, la modalidad que propone el proyecto de ley para proteger a las personas contra la discriminación no deja de ser una loable y republicana declaración, pero prácticamente no tendrá efectos prácticos. Es cierto que se introdujeron como criterios para medir la arbitrariedad de la discriminación la orientación sexual y la identidad de género, reclamados precisamente por esas minorías. Pero, al mismo tiempo, se establecieron amplísimas excepciones (situaciones en que las discriminaciones se "considerarán siempre razonables"), cuando se "ofenda el pudor" o cuando de cualquier otra forma se justifiquen en el ejercicio de un derecho fundamental, entre los cuales expresamente se citan la libertad de cultos, la libertad de enseñanza, la libertad de opinión, la libertad de trabajo y la libertad de empresa. En otras palabras, las mismas expresiones odiosas de grupos religiosos fanáticos vertidas a viva voz esta semana en el Senado podrían probablemente quedar avaladas por estas excepciones y revestidas de "razonabilidad". El principio de no discriminación queda relegado, con la redacción actual del proyecto, a un derecho de menor entidad, de aplicación residual, sin valor efectivo. Tal vez una manifestación involuntaria del subconsciente de nuestra clase política que parece afirmar que la invocación de cualquier libertad es suficientemente "razonable" y superior a toda demanda de mayor igualdad en este país, uno de los más desiguales del mundo. Esperemos que la continuación de la discusión parlamentaria de este proyecto le otorgue algún valor efectivo a esta justa demanda social. Mauricio Tapia
Profesor de Derecho Civil
Universidad de Chile |