Diario El Mercurio
Jueves, 6 de octubre de 2011
Opinión
El derecho a la educación, dada la efervescencia social y política que ha concitado en los últimos meses, ha sido además terreno de iniciativas para reformar la Constitución (ocho proyectos refundidos en uno a fines de septiembre) y para modificar el sistema legal aplicable a esta materia (cuatro en tramitación y vendrán otros). Los escenarios constitucionales que representan estas propuestas deben ser mirados en términos amplios, pues se trata del estatuto aplicable a una garantía constitucional relevante, pero que a la vez debe ejercerse dentro de un marco que importa la existencia de otras garantías, manifestadas como derechos y libertades. Los derechos constitucionales no son absolutos, y si bien los derechos sociales fueron mucho tiempo tratados de modo insuficiente, no son una excepción a esta regla. Tanto el constituyente como el legislador deben ocuparse de no generar un "derecho príncipe", dejando a los demás como "derechos cenicienta". Ello alude especialmente a la libertad de enseñanza, pues educación y enseñanza son dos fases complementarias de la formación de los individuos y no deben ser entendidas en una lógica hobbesiana: Una asegura el pluralismo, la libertad y la iniciativa; la otra, la elección, la decisión y la formación. En esa perspectiva, garantizar y hacer cumplir estándares de una educación de calidad resulta justificado, pero no puede ser una declaración carente de contenido. Es indispensable definir los grandes parámetros sobre los que pueden levantarse políticas públicas e incluso fiscalizaciones. Ejemplo de ello son las directrices de la Unesco de 2007 que conciben calidad en la educación "como un medio para que el ser humano se desarrolle plenamente como tal, ya que gracias a ella crece y se fortalece como persona". Ello se logra a través de cinco dimensiones: Equidad (debe ofrecer los recursos para que todos los estudiantes, de acuerdo con sus capacidades, alcancen los máximos niveles de desarrollo y aprendizaje posibles), relevancia (aprendizajes significativos desde el punto de vista de las exigencias sociales, considerando las diferencias para aprender que son fruto de las características y necesidades de cada persona), pertinencia (educación significativa para personas de distintos estratos sociales y culturas, y con diferentes capacidades e intereses, desarrollando su autonomía, autogobierno, libertad y su propia identidad), eficacia (medida y proporción en que son logrados los objetivos de la educación establecidos y garantizados en un enfoque de derechos) y eficiencia (definida con relación al financiamiento destinado a la educación, la responsabilidad en el uso de éste, los modelos de gestión institucional y de uso de los recursos). Establecidas esas bases de un modo objetivo y claro, las propuestas de incluir el derecho a la educación en el recurso de protección puede resultar una medida razonable, de otro modo, como ha ocurrido en la salud privada, se podría suscitar una extrema judicialización, con pretensiones muy disímiles. Finalmente, esperamos que las referencias a la gratuidad se traduzcan en un verdadero acento en los sectores más desposeídos y necesitados, como asimismo que las referencias al lucro acudan a un análisis desapasionado de la necesidad de reinversión de excedentes, de modo compatible con la mantención viable de la educación privada. Los riesgos de construir normas sin ocuparse de su impacto pueden ser muy altos en temas de suyo multifactoriales. Esperemos, pues, que nuestros poderes públicos sean especialmente prudentes y responsables en esta gran oportunidad de mejorar el estatuto jurídico de la educación chilena. Ángela Vivanco Martínez Profesora de Derecho Constitucional Pontificia Universidad Católica de Chile |