Diario El Mercurio
Miércoles, 17 de octubre de 2012
Editorial Es menos costoso y más rápido promulgar normas eficientes para que sean administradas por instituciones ineficientes, que crear instituciones eficientes. Esto último requiere gran cantidad de trabajo especializado y cuantiosos recursos, mientras que lo primero tiene un costo fijo muy bajo y costos marginales insignificantes. Por eso, muchos países pobres cuentan con una normativa de altísimo nivel, que les permite al menos abrigar la esperanza de que alguna vez se aplicará en la realidad. Cabe temer que la discusión en torno a la "reforma de la reforma" procesal penal tenga algo de eso, pues mientras el Gobierno y la clase política insisten en una reforma legal, los conocedores del sistema en la práctica advierten incansablemente que los principales problemas no se refieren a las leyes, sino a la gestión y funcionamiento de las instituciones encargadas de aplicarlas, varias de las cuales dependen directamente del Ejecutivo, tanto en su dirección como en su presupuesto. Al parecer, estaría ocurriendo que algunos actores del sistema -en especial los jueces, porque les corresponde hacerlo- han comenzado a exigir estándares de trabajo más acordes con la letra y los principios inspiradores de la regulación legal. Esto implica dejar atrás una serie de distorsiones que "ahorran" esfuerzos a costa del equilibrio del sistema. Suelen citarse, como algunos ejemplos entre muchos, la admisión de gran cantidad de prueba de contexto, que sólo sirve para comprobar una "mala actitud" general del acusado; la imposición de medidas cautelares relativamente invasivas, como el arraigo, sin antecedentes que puedan considerarse como "presunciones fundadas" de participación; la casi nula importancia que se daba en el juicio al hecho de que la fiscalía no hubiera explorado seriamente otras líneas alternativas y plausibles de investigación; la aceptación de peritajes oficiales realizados sin suficientes garantías de transparencia; la escasa prolijidad de las cadenas de custodia de la evidencia para evitar su manipulación; la tolerancia de jueces y defensores frente a correcciones supuestamente "formales" de las acusaciones, que, de no aceptarse, llevarían al sobreseimiento de la causa; la suspensión sin fundamento legal de audiencias programadas con mucha anticipación, porque uno de los intervinientes no se había interiorizado de los antecedentes; la aceptación por jueces y defensores de casi cualquier condición para una suspensión condicional del procedimiento, lo que permite formalizar o prolongar investigaciones, aunque se sabe que no llegarán a juicio. Por otra parte, la principal garantía para las víctimas consiste, con mucho, en que las policías, dirigidas por la fiscalía, realicen una investigación adecuada. La realidad muestra, sin embargo, que en Chile se investiga muy poco. La inmensa mayoría de los casos que pasan por el sistema procesal penal corresponden a delitos flagrantes, es decir, a hechos que se acababan de cometer cuando se produjo la detención y en los que ya existían indicios claros que apuntaban al detenido. Los demás delitos, salvo excepciones, no llegan a la justicia, pues no se investigan, o se investigan de un modo tan deficiente que resulta imposible presentar una acusación en forma responsable. Lo mismo vale para servicios auxiliares como el Servicio Médico Legal, donde la calidad de los informes forenses depende por completo de la persona a la que le toca evacuarlos, y donde puede ocurrir que a los instantáneamente fallecidos en un triple homicidio se les consignen fechas de defunción diferentes. Son estos aspectos los que hay que corregir, y para eso no hay que reformar las leyes de procedimiento, sino reforzar el trabajo de las instituciones. La reforma procesal penal fue resultado de un esfuerzo intenso que se extendió al menos por siete años, lapso en el cual participaron activamente especialistas que en su mayoría gozaban de independencia respecto del sistema entonces vigente. Estos grupos interdisciplinarios consultaron a su vez a los mejores expertos disponibles no sólo en materias legales, sino también relativas a las complejas interrogantes sobre la gestión del nuevo sistema y el diseño de su institucionalidad. Esta última es la que ahora debe funcionar. Al Gobierno y al sistema político sólo les corresponde colaborar y facilitar los medios técnicos, económicos y de gestión para que puedan hacer cada vez mejor su trabajo. Ya se ha invertido mucho en la eficiencia de las instituciones como para conformarse con las solas reglas. |