Diario La Tercera
Martes, 24 de abril de 2012
Opinión La Constitución considera como uno de los aspectos más importantes derivados de la igual protección de la ley en el ejercicio de los derechos, la existencia de un debido proceso que resguarde el derecho a defensa jurídica, a la bilateralidad de la audiencia, a rendir pruebas, y a una investigación y procedimiento racionales y justos. El respeto al debido proceso es un imperativo para todo órgano que ejerza jurisdicción, lo cual incluye a entidades que cuentan con tales atribuciones, pese a no ser tribunales de justicia. Tal mandato constitucional no debe ser dejado de lado en aras de una mayor eficiencia, pues como lo ha estimado nuestra justicia constitucional y también la de otros países, toda medida restrictiva de derechos ha de ser racional, justificada, necesaria, imperiosa, y debe superar el test de ponderación entre los perjuicios causados y los beneficios esperados. Como es obvio, estos criterios no son superados por preceptos legales o interpretaciones que vulneren el debido proceso, no sólo por tratarse de un derecho amparado constitucionalmente, sino porque tal principio es una base indispensable de la administración de justicia y para cumplir con mínimos parámetros de equidad y de respeto por las personas. Desgraciadamente, la consideración de los objetivos fiscalizadores, la proliferación de facultades discrecionales y el modo de orientar el aparataje del Estado hacia fines asociados con la seguridad, la lucha contra criminales e infractores, y la fiscalización de empresas y de personas, ha ido generando un curioso fenómeno: mientras se desarrollan constitucional y doctrinariamente cada vez más precisiones acerca de la presunción de inocencia y la necesidad de gozar de certeza y seguridad ante los organismos públicos, se han dictado o se intentan dictar leyes que desconocen los equilibrios aludidos y la necesidad de que el límite de la potestad investigadora o sancionadora esté dado por el respeto y protección a los derechos de las personas. Un ejemplo es el caso la Fiscalía Nacional Económica, organismo al que se le han encomendado importantes tareas y cuya acción tiene relevancia en las materias aludidas como objetivos públicos de seguridad y fiscalización. Sin embargo, en aras de lograrlos, parece dejar de lado la consideración de los límites descritos. En efecto, el actual diseño del organismo en cuestión presenta, por una parte, falta de controles que son esperables de una entidad dotada de amplios poderes, por lo que se echa de menos un sistema adecuado de frenos y contrapesos. Por otra parte, tampoco hay una línea conductora reconocible entre esos poderes y aquellos de los cuales ha dotado la Constitución y la ley al Ministerio Público, el cual tiene que pedir autorización de un juez de garantía para poder adoptar medidas restrictivas de derechos, las cuales el fiscal nacional económico puede adoptar de modo muy similar, pero sin esos controles externos. Creemos que el escrutinio de los agentes económicos públicos y privados para vigilar respecto de ellos el cumplimiento de la ley o sus eventuales infracciones, es una tarea de bien común que debe realizarse sin afectar a los demás componentes del mismo, y ello demanda una adecuada precisión de las funciones en torno a tal imperativo y una orgánica que responda la histórica pregunta de quién controla al controlador. Ángela Vivanco
Profesora de Derecho Constitucional
Universidad Católica
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